El niño raro

Written on 20:10 by MrPan

Llegó el verano, y con él los días largos y soleados, los despertares tardíos y las tardes de playa y juegos. Me deshice con gusto del traumatizante uniforme marrón de mi colegio militar, con las notas llenas de Progresa Adecuadamente y el viaje a Sevilla anual obligatorio a la vuelta de la esquina. A mis once años, seguía siendo un chico extraño, capaz de jugar con velocidad al fútbol, pero con muchísima más torpeza que el resto del barrio. En un vecindario como el que me vio crecer, no saber jugar al futbol era motivo de marginación general, yo lo sabía y durante un tiempo me esforcé por tener el nivel suficiente para pasar las tardes entretenido con los demás niños del patio. Sin embargo, no me gustaba tener que pasarlo mal y pensar en todos los errores que podría cometer antes incluso de que Albertito bajase el balón cada día. Me aparté de ellos y me refugié en ocasiones dentro de mi propio mundo interior, otros en el grupito de niñas que tampoco lograban satisfacer mis tardes y otros en la compañía de mi viejo amigo Mario, tan o más extraño que yo, tan o más imaginativo. Recorríamos los callejones sorteando las jeringuillas de los yonquis del lugar inventando historias nuevas cada día: dinosaurios, casas del terror, guerras, tiroteos, persecuciones, magia… Mi infancia no fue un camino de flores, muchos que me han conocido de mayor, se sorprenderían al saber lo poco sociable, casi autista que fui antes de cambiar la voz y la estatura. Sin embargo, estoy seguro de que viví historias más apasionantes que aquellos que pateaban un balón cada tarde. Aunque esas aventuras, no las viese nadie más que yo… y se preguntaran por aquel chico raro que caminaba hablando solo buscando la soledad.

Le pregunté a mi madre días antes de la salida del avión por la videocámara. Disimulando las ganas de poseerla. Me dijo que tenía que ir a buscarla a casa de mi tío. Hay una característica de mi personalidad a la que suelo sacarle bastante partido, la paciencia. Aprendí demasiado pronto que la ansiedad normalmente terminaba en decepción y supe tomar medidas tempranas.
Llegó al final la cámara. Al igual que el verano, los despertares tardíos y las tardes de playa.

Aquel verano no fue diferente a cualquier otro. La cámara no era un juego de niños, decían. Aún así, de vez en cuando la cogía y grababa típicos planos familiares. Sabía que necesitaba enseñar algún síntoma claro de responsabilidad para que mis padres fuesen más permisivos con el tema. Desgraciadamente aquel trabajo que hoy comparo con las odiadas comuniones y bodas, no me motivaba en lo más mínimo, así que pronto sustituí el trabajo de grabación por los niños del pueblo con los que podía jugar en plena calle hasta altas horas de la madrugada. Para mí, aquello era lo mejor del pueblo: mi barrio no era un buen lugar para un niño cuando se ponía el sol. Sin embargo en Lebrija, todo parecía estar permitido. Me sentía especial, con amigos que me esperaban durante todo un año y que me avasallaban a preguntas sobre mi isla, como si en invierno la gente iba a la playa, cómo eran mis amigos, mi colegio… tenía la sensación que la mitad pensaban que aquello era Miami y la otra mitad Marrakech. Aún así, mi sociabilidad se desarrollaba de una manera notable en la península, pasaba de ser un niño raro a un niño especial… y eso evidentemente me gustaba.

Volviendo al tema de la cámara… cuando me acordé de ella fue en el viaje a Madrid que hacíamos para visitar al inmunólogo encargado de mi hermana y de mí. Allí nos alojábamos en El Quijote, un hotel militar con una piscina que siempre miraba ilusionado y en la que nunca me llegaba a bañar. Eran casi obligadas las visitas al zoo y al parque de atracciones de la ciudad. Allí nos divertíamos en familia y olvidábamos los pinchazos en el médico, el calor del metro o las horas en coche desde Sevilla. Aquel año con la novedad de que todo podía ser (y debía) grabado. Allí me sentí el tercero de abordo, después del subteniente y de mi madre, era yo el encargado de la videocámara, y ella se cansó deprisa de sostener aquel cacharro. No recuerdo qué grabé, supongo que los animales y las atracciones en esas cintas que luego nunca se ven enteras y nunca se dejan borrar. Lo cierto es que de algún modo, me bauticé siguiendo a los delfines en sus acrobacias imposibles, a los graciosos monos y a las enormes jirafas que cada día veo menos altas.

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1 Comment

  1. kontratiempo |

    Es extraño cómo le damos forma a los recuerdos. Aquellos gestos de los que no se era consciente (imaginados quizá) se convierten hoy en nuestro mejor pasado.
    Mi historia con la cámara no se parece en nada a la tuya. Yo es que soy más de mandar, jeje.
    Muy buen comienzo para el blog profesional. Y para tu pasión.
    Nos vemos por aquí, experto.

     

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