Perros callejeros

Written on 1:00 by MrPan

El tiempo y las circunstancias hicieron que me acordase del mundo en blanco y negro que había dejado olvidado. Seguimos mis amigos y yo inventando historias y grabando sólo el principio de cada una. Por algún motivo, nunca pasábamos mucho más allá del título de la obra en cuestión y algunas tomas, que normalmente empezaban en un despertador en primer plano. Visionando hoy las cintas de aquellos años, me doy cuenta de que tal vez gracias a la traicionera suerte, nos motivaba ver como todo cobraba algo de sentido y nuestros movimientos eran estéticos y correctos. Nuestras historias, iban pasando progresivamente de la acción negra a la comedia más gamberra. Nos conformábamos muchas veces con las risas en el callejón que nos producía la invención de un guión absurdo aunque lleno de sentido para nosotros. Motivábamos a más chicos del barrio que nunca vieron más allá de los porros a escondidas con mano izquierda y promesas spielbergianas: les contábamos emocionados que el personaje que interpretaban era el de un mafioso peligroso o un matón jamaicano, ellos, que se imaginaban deprisa dentro de una película de Van Damme, accedían contagiados de la efusividad de nuestras indicaciones… lo malo es que normalmente todo se quedaba en palabras y proyectos. “Alianza peligrosa” es uno de esos esperpénticos títulos que nos rondaba la cabeza… es inevitable que sonría con éste nombre que parece una mala traducción del típico telefilm que ponen en antena tres los sábados a la hora de la siesta.

Ya una vez dado el estirón, afeitada la segunda pelusa en el bigote, cambiada la voz, repetido curso, aprendido a la fuerza, vomitado en la calle, seguí grabando sin sentido macedonias paridas por un aburrimiento parcial que compartía con mi entorno. Ya en mi familia se hablaba del original uso que el mayor de los nietos le daba a la videocámara. Algunos se lo tomaban como un juego pasajero, otros a broma, a alguno incluso le molestaba que la cámara pasase tanto tiempo entre mis manos… unos pocos, los importantes, lo empezaron a mirar de forma diferente.

Una mala edad

Written on 12:06 by MrPan

Crecíamos deprisa, el instituto se iba convirtiendo en un buen lugar. Yo pasaba de patito feo autista a joven de buen ver, delgado y sociable. Rodeados de influencias y recomendaciones, de Tarantino, Scorsese, Kubrick, los Coen, Hitchcock entre otros. Con las calles sucias y la música en el barrio que variaba entre hip hop americano y techno-gitaneo bajuno que todos conocemos. Casi sin darme cuenta, me había convertido en un componente importante entre el grupo de los chicos del barrio; impulsado en parte gracias a Pepe, en parte gracias al abandono de los que eran líderes y que ya se consideraban demasiado mayores para juntarse con nosotros… en parte por mi precocidad en según qué temas turbios y en según qué juegos de mayores. Nos encontrábamos todos en ese momento de la vida en el que cambian de golpe las prioridades en la vida: esa edad en la que a nuestras amigas de toda la vida, de repente, les empieza a crecer descaradamente el pecho, y a nosotros los cayos en la mano diestra. En la que es difícil concentrarse en otra cosa, las notas empiezan a reflejar el despiste y los padres comienzan a preocuparse.
En aquellos momentos de mi vida, era mi madre la que me recordaba la videocámara. Amenazando con esa psicología invertida maternal típica y entrañable, que si no le daba uso, la llevaría a casa de mis abuelos, para que los demás pudiesen usarla. Aun así, yo pasaba las horas más preocupado por conseguir grabar a escondidas la película del viernes en el plus que de cualquier otra cosa. En mi cabeza, la imaginación iba dando paso al deseo y el pecho luchaba por el liderazgo mientras yo robaba besos a compañeras de clase. Combatiendo con gomina barata el acné y los gallos en la voz… es una mala edad, ya sabéis.

El trio

Written on 0:27 by MrPan

Hay un antes y un después en mi vida a causa de una amistad. Cuando conocí a Pepe, tenía yo ya unos trece años bien cumplidos. Estaba empezando a desarrollarme y a estirar por fin. Vivíamos en el mismo barrio desde que tenemos memoria, pero para mí él era un niño más del patio y para él yo era el tipo raro que no sabía jugar al futbol. Algún año antes existió un perdón y un puñetazo, pero eso es otra historia. Recuerdo que de alguna manera, comenzamos a hablar, contar chistes y comentar películas… para mí fue toda una sorpresa que aquel chaval aparentase después de tanto tiempo ser alguien interesante. Lo cierto es que como pasa muchas veces, conectamos. Nos hacíamos gracia y nos admirábamos mutuamente en el fondo. Algún tiempo después nos convertimos en grandes amigos, luego en los mejores y solo un poco más tarde en hermanos. Hoy me considero un siamés amputado.


Os preguntaréis a que viene todo esto. Pues bien: éste chaval fue el que resucitó en mi interior el interés por lo audiovisual (por llamar de alguna manera a lo que unos niñatos grababan sin sentido en una cinta lo más cronológicamente posible para que se entendiese algo). Habían pasado solo dos años desde que la cámara llegó a mi familia y a mí se me habían apagado un poco las ganas de cine. En aquellos tiempos, los padres de mi amigo Mario, habían comprado también una cámara similar y sus padres parecían más permisivos. Los míos condicionados por mi presión y convencidos por el poco interés que despertaban las grabaciones últimamente en el resto de mi árbol genealógico, terminaron por ceder y dejármela de una vez por todas.
Mario, Pepe y yo, éramos entonces tres niños ilusionados por crear historias. Las historias de todos aquellos que empiezan temprano, llenos de ganas y de ideas en la cabeza para hacer las típicas tramas inundadas de acción, policías y gánsteres de trece años armados con pistolas de plástico y revólveres grabados de misto. Siempre nos llamábamos Jimmy o Richie y movíamos toneladas de cocaína en bolsas de sal, moríamos haciendo sonar un tomo de enciclopedia contra el suelo cuando se acababan los mistos, a veces éramos policías, otras camellos importantes. ¡Y Mario siempre moría!


Nunca lo pasábamos tan bien como cuando nos daba por reunirnos y grabar tonterías. No fui tampoco consciente de que quería dedicarme a aquello en aquel momento. Pero ese fue el primer paso en mi camino de baldosas amarillas y brillantes al que aún no le veo el fin pero que si miro atrás, casi dejo de ver también el inicio.


Fue una suerte que todo empezara como un juego. Y que ese juego fuese tan divertido.

El niño raro

Written on 20:10 by MrPan

Llegó el verano, y con él los días largos y soleados, los despertares tardíos y las tardes de playa y juegos. Me deshice con gusto del traumatizante uniforme marrón de mi colegio militar, con las notas llenas de Progresa Adecuadamente y el viaje a Sevilla anual obligatorio a la vuelta de la esquina. A mis once años, seguía siendo un chico extraño, capaz de jugar con velocidad al fútbol, pero con muchísima más torpeza que el resto del barrio. En un vecindario como el que me vio crecer, no saber jugar al futbol era motivo de marginación general, yo lo sabía y durante un tiempo me esforcé por tener el nivel suficiente para pasar las tardes entretenido con los demás niños del patio. Sin embargo, no me gustaba tener que pasarlo mal y pensar en todos los errores que podría cometer antes incluso de que Albertito bajase el balón cada día. Me aparté de ellos y me refugié en ocasiones dentro de mi propio mundo interior, otros en el grupito de niñas que tampoco lograban satisfacer mis tardes y otros en la compañía de mi viejo amigo Mario, tan o más extraño que yo, tan o más imaginativo. Recorríamos los callejones sorteando las jeringuillas de los yonquis del lugar inventando historias nuevas cada día: dinosaurios, casas del terror, guerras, tiroteos, persecuciones, magia… Mi infancia no fue un camino de flores, muchos que me han conocido de mayor, se sorprenderían al saber lo poco sociable, casi autista que fui antes de cambiar la voz y la estatura. Sin embargo, estoy seguro de que viví historias más apasionantes que aquellos que pateaban un balón cada tarde. Aunque esas aventuras, no las viese nadie más que yo… y se preguntaran por aquel chico raro que caminaba hablando solo buscando la soledad.

Le pregunté a mi madre días antes de la salida del avión por la videocámara. Disimulando las ganas de poseerla. Me dijo que tenía que ir a buscarla a casa de mi tío. Hay una característica de mi personalidad a la que suelo sacarle bastante partido, la paciencia. Aprendí demasiado pronto que la ansiedad normalmente terminaba en decepción y supe tomar medidas tempranas.
Llegó al final la cámara. Al igual que el verano, los despertares tardíos y las tardes de playa.

Aquel verano no fue diferente a cualquier otro. La cámara no era un juego de niños, decían. Aún así, de vez en cuando la cogía y grababa típicos planos familiares. Sabía que necesitaba enseñar algún síntoma claro de responsabilidad para que mis padres fuesen más permisivos con el tema. Desgraciadamente aquel trabajo que hoy comparo con las odiadas comuniones y bodas, no me motivaba en lo más mínimo, así que pronto sustituí el trabajo de grabación por los niños del pueblo con los que podía jugar en plena calle hasta altas horas de la madrugada. Para mí, aquello era lo mejor del pueblo: mi barrio no era un buen lugar para un niño cuando se ponía el sol. Sin embargo en Lebrija, todo parecía estar permitido. Me sentía especial, con amigos que me esperaban durante todo un año y que me avasallaban a preguntas sobre mi isla, como si en invierno la gente iba a la playa, cómo eran mis amigos, mi colegio… tenía la sensación que la mitad pensaban que aquello era Miami y la otra mitad Marrakech. Aún así, mi sociabilidad se desarrollaba de una manera notable en la península, pasaba de ser un niño raro a un niño especial… y eso evidentemente me gustaba.

Volviendo al tema de la cámara… cuando me acordé de ella fue en el viaje a Madrid que hacíamos para visitar al inmunólogo encargado de mi hermana y de mí. Allí nos alojábamos en El Quijote, un hotel militar con una piscina que siempre miraba ilusionado y en la que nunca me llegaba a bañar. Eran casi obligadas las visitas al zoo y al parque de atracciones de la ciudad. Allí nos divertíamos en familia y olvidábamos los pinchazos en el médico, el calor del metro o las horas en coche desde Sevilla. Aquel año con la novedad de que todo podía ser (y debía) grabado. Allí me sentí el tercero de abordo, después del subteniente y de mi madre, era yo el encargado de la videocámara, y ella se cansó deprisa de sostener aquel cacharro. No recuerdo qué grabé, supongo que los animales y las atracciones en esas cintas que luego nunca se ven enteras y nunca se dejan borrar. Lo cierto es que de algún modo, me bauticé siguiendo a los delfines en sus acrobacias imposibles, a los graciosos monos y a las enormes jirafas que cada día veo menos altas.

Desde el principio

Written on 0:06 by MrPan

Todo comenzó el día en que ente mi padre y mis tíos compraron una videocámara doméstica, hace hoy más de diez años, cuando se consideraba aún un artículo de lujo con el que pensaban inmortalizar los viajes, cumpleaños y reuniones familiares en general. Cuando la vi y la probé por primera vez, mi cabeza de niño extraño con sobredosis de fantasía (prácticamente la que conservo) empezaba a crear imágenes sueltas con las que colorear mil películas. Me entusiasmaban aquellos increíbles efectos: ¡blanco y negro, sepia o efecto espejo! Lo poderoso que me sentía con aquel objeto mágico que abría ante mis ojos tal gigantesco abanico. Ahora que lo pienso… supongo que fue uno de los momentos más felices de mi vida. En ese momento en el que cada hora te enseña algo del mundo que no sabías, en que las decepciones pesan aún más que en otras etapas, de repente sostenía aquel tesoro entre mis pequeñas manos, impaciente por empezar a utilizarla.

Desgraciadamente, la excitación era general en la familia y todos avisaban de sus futuros compromisos con la cámara. Yo voy a Brasil el mes que viene. Nosotros vamos a casa de Nieves a Albacete en mayo. Entonces, mi padre, el subteniente, habló: nosotros la llevaremos a Lebrija en verano. Bien, solo me quedaban seis meses de espera por delante para que fuese mía, para disfrutarla al cien por cien. Terminé aquella noche de hacerle el rodaje al zoom digital de aquella vieja Panasonic y me marché a casa. Mi hermana Esther era demasiado pequeña para comprender la bomba efusiva que me apretaba el esternón, pero sabía que sería mi primera actriz-cobaya. En el asiento trasero del Renault 18 del subteniente, miraba las luces de la noche pasar deprisa desde la ventanilla y mi cabeza, lejos como siempre de mi entorno físico, seguía navegando entre cientos de historias y efectos especiales encerradas en aquel pequeño cacharro… como si fuese una lámpara mágica.

Sí, eso era: una lámpara mágica.

Pasó menos tiempo del que esperaba. Mi familia de divide entre andaluces y cubanos. No hay una mezcla de sangre más novelera y dispuesta a hacer una fiesta, almuerzo o cena copiosa con cualquier excusa. Ahí comencé a grabar, cuando se cansaban los mayores de sostener aquella cámara que pasaba de mano en mano constantemente bajo mi atenta y firme mirada, quieto, en un rincón, esperando el momento perfecto para hacerme con ella. Metí la mano entre la correa de la empuñadura, mis dedos apenas alcanzaban el zoom y mi pulgar acariciaba el gatillo rojo donde ponía en mayúscula REC. Experimenté sin parar movimientos imposibles, giros, perspectivas… mi mundo estaba dentro de aquel pequeño visor en blanco y negro. A la hora de reunirse y visionar las cintas, siempre descubrían, entre bailes y aperitivos, mensajes a cámara aplaudiendo la comida o el detalle de aquel que aportase el lugar de reunión, planos a ras de suelo espiando un saltamontes, travellings interminables y veloces por los pasillos o las palomas en el balcón rodeadas de nubes que se movían tímidas desde el cielo. Por supuesto nadie le daba más importancia que la del gasto estúpido que les hacía a las cintas.

Recuerdo que mi padre se esforzaba en seguir las instrucciones básicas que traía consigo la cámara. Recuerdo su cara de concentración, su postura perfecta: totalmente derecho, con el brazo haciendo un exacto ángulo de noventa grados. Si tenía que hacer una toma desde abajo, clavaba una rodilla como un caballero medieval, y apoyaba el visor en su ojo, entre las gafas y la gorra. Los demás intentábamos imitarlo, pero supongo que la disciplina no crece de la misma forma en todas las personas. De momento, sabía que lo que me tocaba era representar mi papel cómico ante la cámara, actuar con la gracia que todos esperaban y aguardar solo unos meses más, hasta que llegase mi hora.